Violencia legítima, violencia ilegítima.

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En las sociedades abiertas, tolerantes y democráticas, como la chilena, las patadas en la raja, los cachamales y los zamarreos nunca han sido un problema repudiable en sí mismo, frente al cual se despierte la indignación ciudadana, o que genere solidaridad hacia las víctimas por parte de los líderes de opinión.

El problema, más bien, se genera cuando las pateaduras se salen del contexto en el cual son consideradas normales y legítimas.

El problema no es la pateadura, sino quién, a quién y en nombre de qué puede dar una pateadura.
Por ejemplo, que un Carabinero de apellido Soto o Gaete dé una pateadura a una lamgen de apellido Marilao o Calfunao, como ha estado ocurriendo en Temuco todos estos días, en el ordenamiento social chileno es considerado algo normal, cotidiano y en la mayoría de los casos legítimo y hasta necesario. Esas patadas son llamadas “uso proporcional de la fuerza pública”.
En cambio, un diputado de apellido Kast, en el mismo ordenamiento, por su naturaleza es considerado ajeno al ámbito social en que las patadas son el modo cotidiano de ejecutar la voluntad política.

Un Kast, como resulta evidente a cualquiera que haya sido socializado en nuestra cultura democrática, siempre tiene su lugar en el ámbito de la discusión política de ideas, en el debate a través de la palabra, no de las patadas.

De hecho, por evidentes consideraciones de cuna, y privilegios de socialización, incluso por rasgos genéticos, las ideas de un Kast, por extravagantes y descabelladas que sean, siempre serán consideradas legitimas, y más aún, contarán con los medios adecuados para su amplia divulgación, dentro de los cuales deben contarse las aulas universitarias.

Tal debate de ideas alcanza su cúspide en el Parlamento, que es el órgano democrático encargado de establecer la justa medida y distribución de patadas en la sociedad, siempre que sea a través de la legítima fuerza pública mandatada para tal efecto.
Lo que provoca escándalo en la sociedad abierta, tolerante y democrática, no es que entre seres humanos se traten a patadas, sino la ruptura de las normas y contextos sociales en que las patadas son aceptables o no.

Así, como sociedad estamos dispuestos a seguir aceptando las patadas, cachamales, paipazos, combos, zamarreos y empujones en la vida política cotidiana, siempre y cuando no se salgan de su contexto debido, por ejemplo pacos a mapuches, estudiantes pobres, deudores habitacionales, trabajadores, etc, pero es de normal aceptación, de natural e indiscutible consenso, que una agresión en tal forma a un diputado de apellido Kast, es algo que se sale de las formas validadas por una sociedad abierta, tolerante y democrática como la chilena, respecto a la correcta y legítima distribución de las patadas en la raja.

Dicho de esta forma, para comprensión de cientistas y filósofos políticos, es comprensible y hasta esperable que cualquier ciudadano con un mínimo de conciencia crítica, y algo de conocimiento práctico respecto a recibir patadas, se alegre por el infortunio sufrido ayer por el diputado Kast en Iquique, siendo que él ha sido un ferviente defensor no sólo de las patadas en la raja como forma de hacer política, sino de los balazos, torturas, ejecuciones extrajudiciales, violaciones y todo tipo de vejámenes, y para qué hablar de la violencia estructural inherente al sistema de sociedad que Kast representa y defiende. Más aún, la negación sistemática, y evidentemente de mala fe, que Kast realiza respecto a la existencia de la violencia de la cuál él es partidario, no hace sino dejar en la indefensión a las verdaderas víctimas de violencia.

Luis García – Huidobro

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