A través de la amnistía o el indulto general, el Gobierno
tiene una oportunidad histórica por la paz.
Tras la abrumadora mayoría electoral que se inclinó por la opción apruebo en el plebiscito nacional desarrollado el pasado 25 de octubre -proceso surgido del acuerdo alcanzado por la mayor parte de los partidos políticos formales el 15 de noviembre del año 2019, con la finalidad de superar la crisis de violencia callejera que se desarrollaba a lo largo del país-, se levantaron voces desde la academia, la sociedad civil y desde alguna esfera política, exigiendo la libertad de las personas privadas de libertad por hechos relacionados con el llamado “estallido social de octubre” y la dictación de una ley de amnistía para todos los casos.
Y el argumento era y es sencillo: Sin los acontecimientos del 18 de octubre del 2019 en adelante, el plebiscito no hubiera sido posible. Por lo tanto, surgido aquél histórico y aplastante triunfo popular de los mismos hechos por las que existen personas privadas de libertad en cárceles o en sus propias casas o, que muchos que lo estuvieron, actualmente se encuentran con otro tipo de medidas restrictivas a la espera de un juicio, es menester un gesto de reconciliación y de justicia, amparando la legitimidad de una amnistía o indulto general, ni más ni menos que en la voluntad popular que se expresó en las urnas. Algunos, incluso han hablado de la necesidad de esa salida política por tratarse precisamente de hechos y presos políticos –y algo de razón podrían llevar si nos enfocamos en una serie de imputaciones sin prueba que se hicieron a manifestantes no violentos durante el periodo observado, lo que tiene su corolario en la absolución de los únicos dos imputados por, supuestamente, quemar el metro de Santiago.
Por otra parte, rápidamente salieron algunos congresistas y luego, el propio gobierno, a criticar la iniciativa, negándose incluso a discutir sobre el tema pues sostenían en síntesis, que en Chile no ha habido ni hay presos políticos; que tales personas se encuentran en manos de la justicia que decide con independencia del ejecutivo; que dichas personas no estaban siendo perseguidas por pensamiento, sino por graves delitos denominados coloquialmente como saqueos y alteración del orden público, la mayoría, pero también personas que incendiaron edificios y atacaron a la fuerza pública con bombas molotov.
Pues bien, este dilema es clásico. Los estudiosos de la guerra, de los conflictos sociales, de la violencia y, particularmente de la violencia política afirman, en términos muy sencillos, que “el delito político no existe”, porque quienes le irrogan al acto una connotación de reivindicación política, le niegan el contenido delictual y, a su turno, quienes sostienen su característica de delincuencia común, le niegan su contenido político. Se trata entonces de dos metalenguajes que, aparentemente, no se intersectan. Una suerte de paradoja jurídicó-político-ideológica. Una luz la da el inciso final del artículo 9° de la Constitución, que establece que los delitos de carácter terrorista serán considerados siempre comunes y no políticos para todos los efectos legales y no procederá respecto de ellos el indulto particular.
Es decir, por una parte, la Constitución reconoce la existencia de delitos políticos y, además como se dice en derecho, a contrario sensu, aquellos delitos no terroristas sí podrían ser indultados por la vía particular y todos los delitos, incluso los terroristas, podrían serlo por la vía del indulto general. Marcando los estándares que pone la Constitución, no olvidemos que el gobierno para los casos del estallido social invocó la Ley de Seguridad del Estado más de mil setecientas veces y nunca la Ley Antiterrorista.
Entonces, ante este punto de inflexión, ante la negativa del Gobierno a considerar sentarse a conversar, ¿Cómo se soluciona la creciente demanda de libertad y de perdón oficial a la que se suman cada vez más académicos, movimientos por los derechos de los presos y otros agentes de la sociedad civil?
En qué consiste la discusión
Pareciera importante, antes de intentar siquiera una conclusión, comprender en qué consiste una ley de amnistía, cuáles son sus requisitos y cuáles sus consecuencias, misma cosa que con el indulto tanto particular como general.
Primeramente, la amnistía y el indulto corresponden, en términos amplios, a dos de las formas de extinción de la responsabilidad penal que contempla nuestra legislación inveteradamente.
Históricamente, en nuestro hemisferio occidental, el indulto ha sido una práctica usual, sea particular, cuando se otorga a un privado de libertad en concreto, como en el caso de la concesión que hacía Roma a los hebreos durante sus festividades de liberar un preso a petición del pueblo que, cuenta la Biblia, terminó en un caso con la liberación de Barrabás y la crucifixión del Cristo; sea general, como cuando se otorga para una generalidad de personas en similares situaciones o respecto de condenados por determinados delitos.
A diferencia del indulto en particular, la amnistía siempre tiene efectos generales, similar al indulto general.
En términos amplios, se puede sostener que el indulto es una facultad exclusiva del Presidente de la República en el caso de los indultos particulares, regulada por ley, y que para ser procedente, requiere que exista una sentencia ejecutoriada; es decir, no se puede indultar a alguien que se encuentra aún en proceso. Asimismo, el indulto sólo remite o conmuta la pena; pero no quita al favorecido el carácter de condenado para los efectos de la reincidencia.
En cambio, en cuanto a su origen, tanto el indulto general como la amnistía, son materia de ley de quorum calificado de acuerdo a nuestra Constitución, es decir, requiere de la mayoría absoluta de los diputados y senadores en ejercicio y no sólo la mayoría de los presentes en el hemiciclo al momento de tomarse la decisión. Además, sólo puede tener su origen en el Senado y la iniciativa de la ley la comparten el Presidente de la República y el propio Senado.
En cuanto a sus efectos, el del indulto general es el mismo que el del particular, es decir, se mantienen los efectos de la pena, en cambio, la amnistía extingue por completo la pena y todos sus efectos.
Explicado lo anterior, llama la atención de parte del gobierno su negativa siquiera a discutir la adopción de algunas de éstas medidas atendidas las circunstancias actuales. Por el contrario, pareciera ser que sentarse a hablar sobre este crucial tema es hoy por hoy lo recomendable y, probablemente, de prosperar la iniciativa, un gesto que la historia recordaría.
En efecto, si miramos la historia, podemos encontrar decenas de ejemplos nacionales e internacionales en que la herramienta de la amnistía ha posibilitado conseguir la paz en términos que -citando a Johang Galtunglo que llamamos paz no sea una corta calma, un paréntesis entre un conflicto violento y otro conflicto violento. Probablemente, sentarse a discutir sobre el tema pueda llevar al gobierno, tras un análisis más profundo y apartado del discurso neopunitivista y populista penal de la guerra contra el delito, a comprender que éste fenómeno no respondió necesariamente a aquellos parámetros de lo que denominamos delincuencia común, particularmente en los casos de vandalismo y desórdenes. Incluso, muchos que involucraron la apropiación de cosas, medidas en clave de reivindicación –y aquí no hablo de licitud legal, sino de reclamo de licitud, bien o mal entendida, tema que excede este texto.
Chile ya ha pasado por esto y el país no se vino abajo. Por el contrario, nos muestra la historia, por ejemplo, que tras la guerra civil de diciembre de 1829 al 17 de abril de 1830, en Lircay, Prieto se alzó con la victoria y quiénes no fueron fusilados, fueron exiliados o encarcelados. Una década después, el presidente Manuel Bulnes, habiendo recién asumido su mandato en 1841, promulgó una ley de amnistía para los militares de la batalla de Lircay.
Una década más tarde, tras el alzamiento de las provincias, conocido como la revolución de 1851, los Conservadores de Santiago literalmente los aplastaron y la consecuencia inmediata fue la persecución, la cárcel y exilio, como suele darse. No mucho después también vino la amnistía.
Pero quizá si uno de los ejemplos más relevantes y destacables en materia de amnistía fue la que siguió a los sucesos de la guerra civil de 1891. Esa Guerra, que enfrentó al presidente Balmaceda y sus partidarios con el Congreso, liderado por Jorge Montt y apoyado por la Armada, bando que resultó ganador y que inauguró la etapa de la historia de Chile conocida como periodo parlamentario que se arrastró hasta 1925, terminó de la misma forma que los conflictos antes reseñados, ocurriendo un encarcelamiento masivo de los partidarios de Balmaceda. Sin embargo, a poco andar, y quizá sí muy audazmente, Montt tomó la decisión promulgar sucesivamente dos leyes de amnistía en 1893 y 1894, respectivamente, con la finalidad de disminuir las tensiones que existían y eran evidentes, que generaban descontento en la población ligada a los presos y en los grupos de oposición que comenzaban a rearticularse.
Tan hábil fue Montt que el mismo 1894 permitió participar en la elección al Partido de los liberales democráticos, también nombrados “Balmacedistas”, y en 1896, el propio Jorge Montt apoyó al candidato de ese partido que resultó derrotado, Vicente Reyes. En esta ocasión, además participó en conjunto con los radicales y los liberales doctrinarios, con quiénes se habían enfrentado en 1891.
Así como los anteriores, podríamos llenarnos de ejemplos, pero en este punto es menester consignar que un tema aparte que no puede quedar fuera de este breve análisis es la Ley de Amnistía, o Decreto Ley nº 2191, de 1978, redactado por la entonces Ministra de Justicia y prima del dictador, la abogada, doña Mónica Madariaga.
Dicho documento fue aprobado por la Junta Militar el 18 de abril de 1978. Esta ley concedió una amnistía general a todas las personas involucradas en delitos de toda clase, en calidad de autores, cómplices o encubridores, perpetrados entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1978, sin hacer una distinción entre delitos comunes y aquellos cometidos con una motivación política.
No me adentraré en la discusión sobre los, a mi juicio, acertados motivos por los que la Corte Interamericana de Justicia ordenó al Estado chileno eliminar esa norma por ser contraria al Sistema Interamericano de Derechos Humanos, al que Chile pertenece, pero sí, adelantando cualquier posible especulación al respecto, hemos de advertir claramente que una ley de amnistía como la que se propone, deja fuera a cualquier agente del Estado que haya cometido delitos que puedan enmarcarse en figuras constitutivas de violaciones de Derechos Humanos.
En efecto, se tratan de categorías de responsabilidad penal que no pueden tener un mismo tratamiento, pues una de las obligaciones primarias y trascendentales de protección de derechos de la población es que el Estado cumpla con un mandato cardinal de no hacer. Es decir, una garantía negativa de los ciudadanos frente al Estado es que a éste le está absolutamente proscrito atacar a su propia población y, precisamente, esa clase de comportamiento criminal se encuentra dentro de aquellos que el Derecho Internacional de los Derechos Humanos ha declarado irrenunciables en cuanto a su persecución, imprescriptibles, inadmistiables, entre otras particularidades. Las obligaciones de verdad, justicia, reparación a las víctimas y compromiso activo de no repetición son vinculantes para el Estado chileno. Es más, si ya al adscribir al Sistema Interamericano nuestro país aceptó esas reglas del juego, eso se vió reforzado por las exigencias del Tratado de Roma, que estatuye el Tribunal Penal Internacional, del que somos parte desde el año 2010. Y ello no puede ser mirado como una amenaza a nuestra soberanía, sino como una protección.
Volviendo al cauce de esta breve aproximación, una ley de amnistía que sí es posible y viable hoy por hoy, representaría la necesidad de un esfuerzo de Estado pues, durante su tramitación, en paralelo el Ministerio Público y el Poder Judicial debiesen encaminarse a la tarea de apurar los procesos pendientes, a fin de que se dicten las correspondientes sentencias, de forma tal que pueda operar la Ley, eliminando de base cualquier privación de libertad en el interreino.
En cuanto a su viabilidad, la historia más reciente nos muestra que ni la amnistía ni el indulto son ajenos a nuestras prácticas normales y corrientes. Por ejemplo, existe en Chile una obligación, una carga para los hombres que han llegado a los 18 años de rendir el servicio militar obligatorio. Pues bien, al no presentarse el joven, habiendo sido llamado, su omisión le hace incurrir al “remiso” en un delito militar que puede ser penalmente perseguido. Sin embargo, como en la práctica, tanto la masividad, especialmente hace un par de décadas atrás, como la nula lesividad de los hechos, hacía que cada cierto tiempo se dictaren leyes de amnistía especiales para esos casos. Así, por ejemplo, la ley 19.706 de Amnistía del año 2000, benefició masivamente a millares de condenados.
Por otro lado, no puede olvidar el Presidente Sebastián Piñera que durante su primer gobierno recuperaron su libertad la mayor cantidad de presos en la historia del país en un periodo tan breve, por medio del uso de indultos que él firmó.
En efecto, sólo a través del indulto y de la Libertad Condicional, el año 2012, recuperaron su libertad 9.467 presos, entre ellos, 800 condenados por delitos de la Ley 20.000 de Drogas. En esa ocasión, ni se derrumbó Chile, ni se convirtió en una escena de la película “El Guasón”. Por el contrario, medida al año 2014, la reincidencia de esos beneficiados era bastante baja.
Dicho todo lo anterior, convengamos en que el Presiente tiene una oportunidad histórica de hacer un gesto por la paz. El descontento, es cierto, no ha pasado y brotan cada y en ciertos días y lugares pequeños estallidos focalizados de violencia que bien podrían acrecentarse con mínimos acicates. Entonces, ¿Bastará para detenerla el puro uso de la herramienta de represión policial y su consecuencia penal o será el momento de sentarse a conversar y hacer un gesto político?.
Si se tiene presente, muchas de las consignas que surgen desde quienes ejercen su legítimo derecho a hacer desobediencia civil dicen relación precisamente con la liberación de los presos de la revuelta, a lo que se suma, desde el mundo social y académico, el interés porque exista una decisión que se transforme en una ley que verdaderamente nos dé una oportunidad para transitar hacia la paz.
Como relataba al principio, nuestra Constitución y nuestra ley contemplan los instrumentos del indulto y de la amnistía. Se trata de herramientas perfectamente legales; nuestra historia está plagada de ejemplos de oportunidades en que se han usado esas tecnologías político-sociales para generar paz social; el propio presidente ha hecho uso de ese instrumento legal como ningún otro antes y con delincuentes comunes; el presidente debe comprender que los hechos de esos meses si bien se ven matizados con actos de delincuencia dura y con la intervención de bandas organizadas, en la inmensa mayoría de los casos y la inmensa mayoría de los presos y procesados de la revuelta social lo están por razones que se apartan de aquello; finalmente, el presidente no puede tener la más mínima duda de que va a tener el respaldo popular que no ha tenido hasta ahora en toda su gestión si toma la oportunidad histórica que tiene en sus manos de hacer un real gesto por apaciguar los ánimos y por la paz, más allá de adornados discursos. Si se decide a empezar pensar en una amnistía.
Hoy más que nunca, ¡Hay que sentarse a conversar, presidente!
Por Iván Vidal Tamayo
Criminólogo
Profesor de Derecho Penal Universidad Autónoma, Sede Talca
Un breve extracto de éste texto ha sido publicado en papel, en el semanario “Diario Talca” en su edición del 8 de noviembre del 2020.