Fue un día diez de diciembre de 1907 que estallaba la huelga de los obreros del salitre en la oficina salitrera San Lorenzo en el norte de Chile, la que luego se extendería a todo el “cantón de San Antonio” dando paso a la marcha de más de dos mil obreros por el desierto hacia Iquique, cinco días después de iniciada ésta, en demanda de mejoras salariales – en especial dado que vivían bajo el sistema de fichas y no recibían dinero por su trabajo- y en general de sus condiciones laborales, las cuales rayaban en lo inhumano
Lo anterior se reflejaba en sus demandas: Jornadas a tipo de cambio fijo, indemnización y desayuno, termino de los los abusos cometidos en las pulperías de las oficinas salitreras, exigencia de pago de sus remuneraciones en plata o en billetes no desvalorizados, demanda de seguridad laboral en las faenas para evitar los accidentes del trabajo, establecimiento de escuelas.
Si bien los trabajadores ya se había visto afectados por otros conflictos que culminaron en sangrientos incidentes como la huelga portuaria de Valparaíso en 1903 y la huelga de la carne en 1905, la singularidad que revistieron los hechos de 1907 le otorgó una relevancia que no tiene equivalencia.
La idea de los obreros era obligar a las compañías salitreras a dar respuestas a sus peticiones quedandose en el puerto de Iquique de forma indefinida. Con el correr de los días la situación se agravó. Mientras que numerosos gremios de Iquique se sumaron al movimiento huelguístico, todos los cantones salitreros se plegaron al paro y, periódicamente, nuevos contingentes de mineros llegaban a la ciudad. Según estimaciones de la época, las cifras de huelguistas oscilaban entre 15 mil a 23 mil personas, lo que implicó que tanto las actividades del puerto, como la producción minera de toda la región, quedaran paralizadas por completo.
fue el día 19 de diciembre que el Intendente Carlos Eastman llegó a Iquique. Esa tarde se entrevistó con los miembros del comité general de huelga y luego con los dirigentes de la Combinación Salitrera, intentando llegar a una solución del conflicto. Aún cuando los empresarios salitreros le manifestaron su voluntad de estudiar y resolver convenientemente las peticiones de sus operarios, también expresaron su negativa a discutir bajo la presión de los huelguistas porque según ellos; “si en esas condiciones accedieran al todo o parte de lo pedido por los trabajadores perderían el prestigio moral, el sentimiento de respeto que es la única fuerza del patrón respecto del obrero”. Claramente lo que en realidad buscaban era continuar con el status quo, la explotación al máximo de los trabajadores y sus argumentos mostraban la intención de no aceptar las exigencias de los trabajadores.
El 20 de diciembre los dirigentes se reunieron nuevamente con el intendente Carlos Eastman. El Intendente intentó convencer a los líderes del movimiento reivindicativo para que los pampinos volvieran a sus lugares de trabajo, dejando en Iquique solo a la delegación encargada de las negociaciones. El comité de huelga, argumentando que eso sería casi imposible de lograr, propuso como alternativa un aumento de 60% de los jornales durante un mes, a fin de dar tiempo a ambas partes para ponerse de acuerdo en una solución definitiva a las reivindicaciones proletarias.
Fue producto del rechazo total de las compañías salitreras a dialogar lo que provocó la intervención del Estado en favor de los empresarios.
El ministro del Interior Rafael Sotomayor ordenó restringir las libertades de reunión e impedir por cualquier medio el arribo de nuevos huelguistas a Iquique y el intendente Carlos Eastman decretó restricciones a la libertad de tránsito y ordenó a los huelguistas a abandonar la ciudad el 21 de diciembre, amenanzando con aplicar la fuerza si era necesario. Para entonces, el puerto ya se hallaba resguardado por una numerosa tropa de línea y tres buques de guerra.
Ante la negativa de los huelguistas a desalojar la Escuela Santa María, en donde permanecían desde hacía una semana, el 21 de diciembre el general Roberto Silva Renard ordenó a sus tropas hacer fuego en contra de la multitud.
Leoncio Marín, testigo de los hecho, en el libro publicado en 1908, da un cruento relato sobre este hecho. Asi comienza su historia:
“En la primera descarga ya se vieron batirse al viento y que caían en mortal desmayo las banderas blancas de los huelguistas pidiendo piedad para sus vidas; pero todo era inútil, las descargas se sucedían una tras otras y poco a poco iban cayendo los abanderados desde la azotea, acribillados a balazos. El Vice-Presidente del Comité Luis Olea fué un verdadero héroe, pues con una valentía digna de su raza avanzó por entre sus compañeros y descubriéndose el pecho, dijo: ‘Apuntad, General, aquí está también mi sangre’. Después no se le vió más ignorándose la suerte que haya corrido ese valiente obrero.
Concluyó el fuego, La obra estaba consumada. En el campo quedaron trescientos muertos lo menos, y quinientos heridos, término medio. A las puertas del Colegio Santa María una piña de doscientos seres humanos, unos muertos y otros moribundos, interceptaba el paso. Los cuerpos estaban unos sobre otros oyéndose agonizantes quejidos que partían el alma, que destrozaban el corazón.
Fragmentos de cristianos por acá, alaridos de angustia por allá. El cuadro era aterrador y el Campo de Agramante se destacaba gigante y severo, pero con toda la majestad de esta acepción; al contemplarlo las carnes tiritaban, el espíritu flaqueaba. La Carpa del Circo y demás sitios de la plaza constituían el cementerio de la batalla, si es que así pueda llamarse á esa cobarde matanza ”
Por su parte otro testimonio directo es el de don Nicolás Palacio, relato que recogió Pedro Bravo Elizondo, en base a materiales históricos, señala:
“El fuego graneado que de todas partes siguió a la descarga cerrada fue tan vivo como el de una gran batalla. Las ametralladoras (servidas sólo por individuos de tropa) producían un ruido de trueno ensordecedor y continuado. Hubo un momento de silencio, mientras se modificaba el alza de las ametralladoras bajándola en dirección al vestíbulo y patio del edificio, ocupados por una masa compacta e hirviente de hombres que rebasaban la plaza y demás de cuarenta metros de espesor, y luego el trueno continuó” (Bravo 1993: 61).
Continua relatando Nicolás Palacios:
“La fusilería entretanto disparaba sobre el pueblo asilado en las carpas de la plazas y a los que huían desalentados del centro del combate. Entre los espectadores que me rodeaban oí las más enérgicas interjecciones del castellano; vi a muchos llevarse el pañuelo a los ojos, y a don Carlos Otero, secretario de la Combinación Salitrera, caer presa de un síncope (Bravo 1993: 62).
Y como si lo anterior fuera poco:
“Callaron las ametralladoras y los fusiles, para dar lugar a que la infantería penetrase por las puertas laterales de la Escuela descargando sus armas sobre los grupos aterrados de hombres y mujeres que huían en todas direcciones” (Bravo 1993: 61). Terminada la masacre los huelguistas, junto a sus mujeres e hijos, huyeron en dirección al Hipódromo. Uno de ellos: “Trató de desviar el camino y dando traspiés agónicos, se apartaba a un lado del camino, cuando fue visto por un soldado de la caballería, quien enristrando su lanza con banderola chilena, corrió hacia él y se la hundió en las espaldas” (Bravo 1993: 61).
Algunas crónicas hablan de 3600 asesinados, entre obreros y sus familias. Fue en el periodo presidencial de Pedro Montt en defensa de los intereses del capital, un triste recuerdo de que éste no reconoce fronteras y que explica porqué obreros bolivianos y peruanos decidieron seguir el mismo destino que el de los chilenos, pues no son los trabajadores los que crean las líneas fronterizas que han divido a los distintos pueblos.
fuentes:
Memoria Chilena; http://www.memoriachilena.cl/602/w3-article-3604.html
Radio Villa Francia; http://www.radiovillafrancia.cl/la-matanza-de-la-escuela-santa-maria-de-iquique-memoria-de-una-masacre#sthash.KjKqVR37.dpbs
Testimonios de un sobreviviente; http://lapulenta.cl/testimonio-de-un-sobreviviente-107-anos-de-la-masacre-escuela-santa-maria/