En estos días se conmemora la caída del Muro de Berlín. Hay un modo dominante de recordar ese acontecimiento como gesta civilizatoria semejante a la conquista de la luna por el Hombre. Tal versión puede ser cierta, pero no es toda la verdad.
Por los avatares del binomio dictadura/resistencia chilena, para el 89 me encontraba con 18 años de edad en Berlín oriental finalizando mi cuarto medio en la secundaria Emmanuel Kant de la comuna de Lichtenberg. Un día a inicios de noviembre estando con amigos en un club de literatura cerca de las diez de la noche, se oyó por radio el comunicado de Günter Schabovski, en que el gobierno permitía –tras decenas de años- cruzar libremente a Berlín Occidental por una noche. Con mis amigos alemanes nos miramos atónitos por la noticia. Nadie sabía muy bien qué hacer, era una resolución insólita, fuera del cotidiano. Como Alicia a través del espejo, masas de “Osis” comenzaron a cruzar al “West” para conocer de primera fuente lo que por durante tanto tiempo había sido demonizado en casa o endulzado por los canales de televisión occidentales ZDF y Sat 1.
Ya en julio cientos de alemanes de la República Democrática Alemana (RDA) habían decidido emigrar a la Federal vía Austria, a través de la frontera abierta por Hungría. En octubre eran unos 50 mil los que habían ocupado ese paso. Marchas multitudinarias de la sociedad civil por la democratización de la RDA se sucedían por el centro de Berlín cruzando la Alexander Platz, bordeando el Palacio de la República, ante la observación atenta de la puerta de entrada de los Jardines Colgantes de Babilonia, construida por Nabucodonosor, que desde alguna conquista prusiana ahora pendían del Museo Pergamon a orillas del Spree.
Yo militaba desde los 14 años en las Juventudes Comunistas de Chile. A fines de 1988, cuando comenzó el movimiento social alemán, solicité que nuestro Partido, en tanto organización revolucionaria internacionalista, se hiciera parte del reclamo contra el estalinismo enquistado en el aparato del Estado que era cada vez más abierto de parte de las mayorías antes silenciosas de la RDA. El socialismo es democrático o no es, nos había enseñado a través de sus discursos Salvador Allende, y ahora nos tocaba a los revolucionarios chilenos acompañar y formar parte de esa ciudadanía que pujaba por más democracia en su país, ayudados por el contexto de la Glasnost y la Perestroika de Gorbachov en la URSS. Ante mi apasionado argumento un dirigente del Partido me respondió lacónicamente “no se meta en huevás compañero”. Lo que hice fue sumarme a las actividades de los Antifa Gruppen, a pelear en las calles contra los cabeza rapadas y organizar la defensa del socialismo pero reconquistándolo para la gente.
En una línea menos radical, pero más propositiva y transversal, la escritora Christa Wolff compartía la necesidad de darle un contenido auténticamente democrático al socialismo, por lo que organizó el Nuevo Foro que logró, con mucha efectividad en razón de la ética probada de sus integrantes, convocar a amplios sectores ciudadanos a movilizarse pacíficamente, a constituirse en sociedad civil activa. El 19 de septiembre de 1989 solicitó al Gobierno el certificado de reconocimiento de su asociación, el que fue rechazado bajo la acusación de “enemiga del Estado”.
Cuando llegué en 1987 a mi colegio no había un centro de alumnos elegido democráticamente. La calidad de la enseñanza era espectacular, también del deporte y de las artes, todos de acceso universal y gratuito para cualquier hijo de vecino. Pero la única organización que estaba permitida era la Juventud Libre Alemana, en la que militaban casi el 100% de mis compañeros. Si no estabas ahí era muy difícil generar luego una trayectoria laboral exitosa, me explicaban. La solidaridad con Chile contra Pinochet era generosa y comprometida, ¿pero porqué no actuaban por democratizar, por mejorar su propio país? “No te metas en huevadas”, me respondían antes del 89 mis amigos alemanes, “solo conseguirás que te corten la beca en el colegio y te quedarás sin Bachillerato”. Ellos no temían tanto a la ahora mítica Stasi, la seguridad interior del Estado, sino que no creían en la política como capacidad colectiva de transformación social. Habían perdido la fe en su propia capacidad de incidir en su destino.
El 25 de septiembre del 89, en la ciudad de Leipzig, miles de personas se decidieron a realizar una marcha todos los lunes. En Berlín las protestas pacíficas eran cada vez más frecuentes y las plazas bullían de debates. El 7 de octubre fuimos convocados por la directiva de nuestros colegios a asistir a la celebración del 40 aniversario de la RDA. Pasarían lista. Bordeando las calles nos dispusieron con banderitas de cartón a saludar a los jerarcas de los países socialistas del Este que venían a dar una señal de unidad del Pacto de Varsovia. Recuerdo haber visto pasar saludando a Gorbi con su mancha en la calvicie –el mapa de Afganistán comentaban mis amigos-, y a Ceaucescu, quien moriría fusilado a los pocos meses por una revuelta en su contra en Rumania.
A la noche, frente al Palacio de la República, el histórico líder de la resistencia antifascista alemana y Jefe de Estado, Erick Honecker, arengó en un discurso con la voz quebrada por la avanzada edad a la Juventud Libre Alemana que había llegado con sus camisas azules y antorchas encendidas. Solo días después, el 18 de octubre, Honecker dimitiría de su cargo presionado por las movilizaciones sociales.
El 4 de noviembre, medio millón de personas nos reunimos en el centro de Berlín convocados por la Asociación de Artistas. Christa Wolff dio un discurso de defensa del socialismo, con fuertes críticas a quienes abandonaban el barco yéndose a la RFA, la tarea era recuperar el país para las mayorías, no hacerlo desaparecer. El 8 de noviembre el gobierno comunicó que habría elecciones libres y que se le otorgaba estatuto legal al Nuevo Foro.
La esperanza en el cambio social se podía tocar con las manos. Obras de teatro antes prohibidas se exhibían, el Decálogo de Kiszlovszki se daba en el cine con traducción simultánea en vivo, regresaban artistas de izquierda disidentes como Wolf Biermann y revolucionarios como Walter Janka, antiguo comunista y combatiente de la guerra civil española, entregaban sus testimonios sobre el estalinismo y la necesidad de un socialismo democrático. El 9 de noviembre, estando en el club de literatura que frecuentábamos con mis amigos oímos el comunicado oficial de Schaboski: había permiso para pasar a Berlín Occidental.
Salimos del club pasadas las diez de la noche. Éramos miles de personas. Yo tenía Ausweis rojo, con visa múltiple por mi calidad de extranjero, lo que me permitía ir y volver entre los dos Berlines en forma continua. Pero ese extraño privilegio no lo tenían mis amigos. Yo pasaba “al otro lado” y les traía sabrosos Döner Kebab turcos de Kreuzberg, libros de Nietzsche, Schopenhauer y Sartre que no hayabas en las bibliotecas escolares, y vinilos de los Stones y Neil Young. Esta vez sí se podía y, junto a Jirka, André, Thomas y Frank cruzamos la frontera. Mi intención era mostrarles la pobreza disimulada en Occidente, sus prostíbulos en que las mujeres eran tratadas como objetos, la decadencia de los consumidores de drogas con sus jeringas en las calles, los cesantes vagando pidiendo limosna. Deseaba mostrarles las maldades del capitalismo para que no se arrepintieran de tener un país socialista, pero que faltaba democratizar.
No obstante, mis amigos caminaban entre las masas de Osis que se tomaron pacíficamente las calles principales de West Berlin, y miraban las construcciones, los negocios que a las once de la noche abrieron extraordinariamente sus puertas arrojando productos gratis a la gente. Con ojos grandes miraban a los alemanes del otro lado que también los miraban a ellos con ojos desorbitados. No oían mis plegarias militantes, mis observaciones radicales y sesudas sobre la estratificación social capitalista en clases distinta a la estratificación burocrática del Este. Caminamos cuadras y cuadras durante la noche. Los vi felices y tristes a la vez. Era Alemania también, pero no la de ellos, aunque tampoco sentían la RDA como propia.
Fuimos al cine, comimos en un restaurant chileno –donde había palta y muchos productos que escaseaban en la RDA-, brindamos por la amistad y a la madrugada regresamos para llegar a la hora al colegio. A las 8:30 estábamos puntuales todos en clases. Profesores y estudiantes con ojeras, todos habían cruzado por la noche. Nadie comentaba mucho, había la voluntad que la vida siguiera su curso normal, retomar las movilizaciones, generar propuestas. Sin embargo ya nunca más fue lo mismo. El mundo había cambiado. Las certezas por años aprendidas como axiomas, que otorgaban algún tipo de tranquilidad, se habían hecho añicos sin encontrar reemplazo. Lo que vieron al otro lado no era tan malo pero tampoco tan espectacular como para perder lo propio, pero esto ya era irreversible.
Una sorda desesperanza noté en ellos, no un entusiasmo revolucionario como soñaba Kant la experiencia moderna e ilustrada de la libertad y la autonomía. “Sé libre, usa tu razón” vociferaba el filósofo de Königsberg entusiasta del componente anímico de la revolución francesa. Pero aquí ocurría lo contrario. Algo había en el aire que los alemanes del Este notaban, algo que escapaba a su control. Un silencioso desencanto con todo, con lo propio y lo ajeno. Aún no desaparecía la RDA como país, pero ya se vivía el cambio, se observaba la canalización del proceso democratizador en otra cosa extraña que se jugaba no en la calle, en la plaza, en lo público, sino tras bambalinas de otra magnitud geopolítica. El proceso de anexión había comenzado.
A los años de ocurrido el 9 de noviembre mi amigo Thomas se suicidó. Su hermana también lo hizo. Y mi director del colegio también. Y varios más. No es que no celebraran la democracia, no es que quisieran regresar a lo que había. El mundo les cambió radicalmente, de haber logrado constituirse en pocos meses en actores sociales protagonistas de una posible nueva historia colectiva, pasaron a ser ciudadanos de segunda categoría de una sociedad y sistema económico preexistente, al cual fueron entregados en bandeja bajo el nombre de reunificación alemana por medio de las hábiles manos del canciller Kohl y el camarada Gorbachov. En la ex RDA advino el momento de desaprender colectiva e individualmente todo para aprender a seguir viviendo de una manera no escogida libremente.
Hay una memoria victoriosa del 9 de noviembre de 1989. A quienes escriben la historia les gusta poner hitos temporales y esa fecha simboliza la caída de la cortina de hierro, y el fin del muro de Berlín sirve de alegoría de lo que vendría con la desaparición de todo el bloque soviético. La conclusión del siglo XX corto, como le llama Hobsbawm, o directamente el fin de la historia, como clamó apurado Fukuyama por el triunfo del libremercado a escala planetaria. Sin embargo, eso no es todo.
Dicen que es muy probable que Neil Amstrong jamás pisara la luna y que toda aquella travesía no fue más que un montaje televisivo del genial Kubrick. En este otro caso el muro sí cayó, no cabe duda, pero no fue lo único que allí se derrumbó. Y tal vez lo principal: la destrucción quita lo que había, pero por sí misma no genera lo nuevo. Esa apertura a lo inédito, la conquista colectiva de una sociedad democrática y solidaria que no es el “capitalismo con rostro humano”, es lo que el muro también se llevó. Pero la memoria de haber hecho la experiencia libertaria no se borrará y a no dudar habrán nuevos intentos, por muchos muros que se levanten en el camino. Persistir en el intento, abiertos con memoria a lo nuevo, quizá en eso consiste ser humanos.
Por Manuel Guerrero