La gesta que conmovió al mundo.

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Ante un acontecimiento de tal magnitud como la Revolución de Octubre de 1917 no es posible referirse solo al ámbito de sus consecuencias e impacto general sin aprovechar, a la vez, para hacer algunas precisiones. Por una parte, el fin de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), el Estado plurinacional resultante del acceso bolchevique al poder, tuvo entre sus múltiples efectos el de introducir a lo largo y ancho del planeta, tanto en los medios políticos como asombrosamente en algunos medios académicos, una tendencia negacionista carente de la más elemental de las lógicas.

Ella va desde el rechazo al estudio del riquísimo, desde cualquier punto de vista, proceso revolucionario ruso, hasta una absurda atribución de intrascendencia. En ambos casos, y en cualquiera de sus matices intermedios, se desconoce, si se coincide con el historiador Eric Hobsbawm, que la Revolución de Octubre fue el evento histórico más influyente del siglo XX, tanto por la duración de su impacto como por la magnitud y profundidad de su alcance en todos los ámbitos (económico, político, social, ideológico, cultural, filosófico).

No es una mera coincidencia que la historia del llamado “siglo XX corto”, definido por el propio Hobsbawm, coincida prácticamente con el ciclo vital del Estado surgido de la Revolución de Octubre. No es mi interés hiperbolizar el proceso -una tarea que, dicho sea de paso, no corresponde a la Historia, encargada de ubicar los acontecimientos objetivamente en el lugar que les corresponde-, sino hacer referencia a lo que me parecen huellas que no pueden soslayarse y me interesa resaltar.

Antecedentes

La Revolución de Octubre de 1917 en Rusia no puede ser analizada bajo ninguna circunstancia aisladamente, al margen de sus antecedentes. Estos son, en primer lugar, la incompleta revolución democrático-burguesa de 1905, escamoteada por la propia autocracia zarista contra la que iba dirigida y por la timidez del débil sector liberal que la encabezaba. A pesar de ello, constituyó un ensayo general de la Revolución socialista, que Lenin tuvo en cuenta en su Informe sobre la Revolución de 1905.

En segundo lugar, aquella que tras un lapso de doce años intentó culminarla, en febrero de 1917, y tuvo como resultado más notorio el derrocamiento del zar y de la autocracia y su sustitución por un régimen republicano. También a medias, por cuanto no resolvió temas pendientes como el de las relaciones con el campesinado, un sector que abarcaba cuatro quintas partes de la población del país; ni el de la realización de una Asamblea Constituyente que dotara al nuevo régimen de una carta fundamental para consolidar el orden liberal. A todo ello se agregaron la devastación y la fatiga producidas por la Primera Guerra Mundial, de la que el Gobierno Provisional resultante de los acontecimientos de febrero se negó a salir.

A pesar de lo anterior, los acontecimientos de febrero de 1917 fueron muy bien recibidos por la izquierda de la época, la socialdemocracia gestada en el siglo XIX, de la que la Revolución rusa es heredera, y el ejemplo de Rusia se popularizó desde entonces. Desde la cárcel, Rosa Luxemburgo no ocultó su satisfacción al expresar: “Los magníficos acontecimientos de Rusia me producen el efecto de un elixir de vida. Es nuestra causa la que allí triunfa”.

Es por ello que encuentro más acertado hablar de la Revolución rusa como un proceso con oscilaciones, pero ininterrumpido y en cualquier caso continuo, del cual la de octubre es su fase final, aguda, radical, su colofón; la que produjo el cambio, la transformación definitiva del orden preexistente.

Esto tiene que ver también con el hecho de que el proceso en su conjunto marca la línea de continuidad de una revolución que, en los tres momentos antes mencionados, se manifiesta como una revolución para resolver problemas rusos y, además, de los pueblos oprimidos por Rusia. Eran los conflictos de un país que, salvo por lo que toca a los reducidos ámbitos de la autocracia, la dependiente burguesía liberal y los sectores intelectuales, había vivido al margen de la civilización europea de la época. Y aunque su fase final, la de octubre, se propuso el fin del capitalismo y la liberación del proletariado, lo que le daba carácter universalista en el plano filosófico, durante mucho tiempo se mantuvo atada a las fronteras exteriores de que logró disponer en cada momento.

Otro elemento consiste en la aseveración de que la Revolución rusa es hija de la guerra. De esta forma se ha querido dar a entender muchas veces una relación causal directa y aparentemente unívoca entre una y otra. Las relaciones de los padres con los hijos pueden ser de grado muy diferente, pero no está demostrado que aquellos puedan siempre determinar la conducta de estos. Tanto la derrota sufrida por el zarismo en la guerra de 1905 contra Japón como las dificilísimas condiciones en que la Primera Guerra Mundial sumió al país agudizaron al extremo las condiciones que hacían previsible y necesaria la caída del zarismo y un proceso estructural como el desatado desde octubre de 1917. Sin embargo, la guerra por sí sola no desencadena inevitablemente la crisis, la ruptura y la revolución en los países beligerantes. De ser así, es casi seguro que el proceso ruso habría estado acompañado por otras revoluciones triunfantes.

Por otra parte, la debilidad que la Rusia imperial de 1905 quizás lograba ocultar, se había hecho crítica en 1917 en la forma de madurez para la revolución social, a partir del cansancio de la guerra y de la previsible derrota. La fragilidad del zarismo era tal que, en febrero, cuatro días de anarquía y de manifestaciones espontáneas en las calles bastaron para acabar con él, lo que también se demostró en el carácter incruento y expedito del triunfo de octubre frente a un gobierno provisional igualmente impotente.

Una aclaración necesaria

Otro elemento que, aunque no novedoso, se ha convertido en un lugar común tras la desaparición de la URSS es la tesis de la Revolución de Octubre como un golpe de Estado perpetrado por Lenin. La insistencia en este planteamiento tiene su justificación: si los bolcheviques tomaron el poder mediante una acción golpista, la construcción del orden soviético carecería de legitimidad.

Esta tesis choca un tanto frontalmente con el hecho de que los miembros del Gobierno Provisional instaurado en febrero de 1917 no habían sido los autores de la Revolución, sino solo llenaron “provisionalmente” el vacío de autoridad tras la abdicación del zar. Lo que sobrevino posteriormente fue una dualidad de poderes, que se traducía casi literalmente en un vacío de poder: un impotente “gobierno provisional” por un lado y, por el otro, una multitud de “concejos” populares (soviets) que se habían originado durante las jornadas de 1905 y ahora resurgían espontáneamente por doquier.

A la altura de septiembre de 1917, los bolcheviques habían llegado a ser mayoritarios en los soviets de Rusia y en las diferentes organizaciones de masas. El apoyo de los obreros y de buena parte de los soldados permitió al partido bolchevique tomar el poder con bastante facilidad. La consolidación de los bolcheviques y su rápida implantación en el ejército favorecieron el debilitamiento del gobierno provisional, sobre todo cuando en agosto de 1917 necesitó el apoyo de las fuerzas revolucionarias de Petrogrado, la capital, para sofocar un intento de golpe de estado contrarrevolucionario encabezado por el general monárquico Kornilov. El sector más radical de los bolcheviques los impulsó entonces a la toma del poder, el cual, en realidad, más que tomado fue simplemente ocupado.

Lo importante, en definitiva, no estriba tanto en la ocurrencia de un golpe de Estado perpetrado por Lenin, como en quién o qué debía o podía seguir a la caída del gobierno provisional. Ningún partido, aparte del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (bolchevique) daba señales de poder asumir esa responsabilidad por sí solo.

Al final, por tanto, se simplifican los hechos y se desconoce que la Revolución estuvo, no en el acto de la toma del poder, sino en lo que ella representó desde el punto de vista del cambio estructural. Este forma parte de las consecuencias del proceso, las cuales son de índole tanto interna como global, tanto directa como indirecta, tanto inmediata como mediata. Es difícil abarcarlas en toda su magnitud en un breve espacio, por lo que a continuación se abordarán las de mayor trascendencia.

Carácter universalista

Es importante, desde el punto de vista teórico, la contribución de la Revolución de Octubre a una reconceptualización de la revolución misma, teniendo en cuenta el sujeto activo del proceso: la clase obrera. El hecho de que se enarbole el estandarte del proletariado y no el de la burguesía le confiere un carácter inédito. Esto es reconocido incluso por un historiador liberal como François Furet, en nada cercano a las ideas comunistas, de las que fue particularmente crítico. Por primera vez se convierten en sujeto de poder las ideas socialistas, que desde la edición del Manifiesto Comunista y la creación de la Primera Internacional venían agitando el panorama social y político, y se ponen en posición de gobernar y hegemonizar la vida política de un país.

Lo anterior está directamente relacionado con el carácter universalista, es decir, mundial, de la Revolución de Octubre. Esto no debe confundirse con su expansión geográfica de las fronteras rusas, sino con el alcance de su influencia más allá de estos mismos límites. De hecho, los procesos revolucionarios de tipo soviético que se gestaron a su alrededor tuvieron una vida efímera, fueron aplastados, y las propuestas que bajo diferentes advocaciones hicieran Trotski, Bujarin y el propio Lenin a una revolución permanente quedaron reducidas a poco más que un recuerdo tras la muerte de este último.

A pesar de ello, el Octubre bolchevique puede considerarse el movimiento revolucionario de mayor alcance en la historia continental. A pesar de que no fue más allá de Rusia en lo inmediato, bajo su efervescencia, y como consecuencia de las respectivas crisis internas, se incoaron procesos similares en los países vencidos en la Gran Guerra. Los más destacados tuvieron como escenario a Alemania, Austria y Hungría entre 1918 y 1919 y, aunque sofocados por la reacción conservadora que estos mismos acontecimientos contribuyeron a desatar, fueron la punta del iceberg de un amplio movimiento revolucionario que se extendió no solo a escala europea, sino también mundial.

Algunas décadas después, la tercera parte de la población del planeta vivía bajo sistemas políticos resultantes de la evolución de la Unión Soviética o ajustados a su modelo después de la oleada revolucionaria y de liberación nacional posterior a 1945.

Parte de ellos obedecieron, en buena medida como resultado de la guerra fría, a la imposición de un modelo de socialismo único, del que se excluían opciones nacionales, distanciado de las previsiones de Marx y Engels y de una parte de las concepciones y de la práctica de Lenin en relación con la democracia partidista, el control de la economía, el papel del campesinado y los soviets, el problema nacional y el rol del liderazgo. De este modo, los países del llamado socialismo real que fueron objeto del proceso de sovietización a partir de 1948 recibieron, junto con los beneficios, las desventajas.

Trascendencia

En términos ideológicos, la Revolución de Octubre no solo convirtió al comunismo en una de las corrientes fundamentales que dominaron el siglo XX. Unido a ello, su trascendencia estuvo en que diferenció radical y definitivamente las dos tendencias de la teoría y la práctica del socialismo en el movimiento obrero y revolucionario mundial, a partir del surgimiento de los partidos comunistas y la Tercera Internacional, que los agrupó, así como de los movimientos de liberación nacional.

La Revolución de Octubre fue igualmente un factor causal en la crisis del liberalismo durante el período de entreguerras, la cual se manifestó en dos vertientes. Por una parte, el proceso vivido en Rusia generó una apertura de las democracias liberales, o al menos cierta tolerancia al socialismo reformista como variante light de las ideologías transformadoras. El miedo a la revolución, que motivó la intervención armada extranjera contra el Estado soviético y el establecimiento de un cordón sanitario a su alrededor, también se reflejó en las políticas duales adoptadas en muchos de los países del occidente europeo y que combinaban la represión de la agitación social con la satisfacción de determinadas reivindicaciones obreras. Por otra parte, produjo una reacción conservadora profunda frente a la fuerte reaparición de las luchas de clases, adormecidas por la ola nacionalista engendrada por la guerra, que se manifestó en la proliferación de experiencias autoritarias -particularmente en Europa central y del este, donde la tradición parlamentaria era mayormente inexistente-, cuya expresión extrema se concretó en el fascismo.

Algunas descripciones simplistas han llegado a dibujar, como consecuencia de la Revolución de Octubre y el surgimiento de la URSS, una suerte de mapa bipolar en el orden europeo del período de entreguerras. Una configuración bipolar implica la existencia de dos Estados que superan al resto en poderío, desde posiciones e intereses antagónicos, y alrededor de los cuales se organiza el grueso de la comunidad internacional. Resulta difícil, por tanto, concebir a la Unión Soviética de los años 20 y 30 del siglo XX como un polo en cualquier sentido, dadas las condiciones de aislamiento que le fueron impuestas y en las que vivió durante la mayor parte de la tregua entre las dos conflagraciones mundiales. Después de acallada la oleada revolucionaria que siguió a la Revolución de Octubre, la URSS quedó como un país sumergido en un mundo hegemónicamente capitalista.

Pero indiscutiblemente, el surgimiento de la URSS como resultado de la Revolución de Octubre introdujo modificaciones en las interacciones del sistema internacional de la época, al romper su homogeneidad y alterar en particular los esquemas de alianzas entre las potencias. Esto se verificó por varias vías. Una de ellas fue denunciar la diplomacia secreta que había caracterizado todo el período anterior a la Primera Guerra Mundial. Por otra parte, la salida de la Rusia soviética del conflicto modificó sustancialmente la correlación de fuerzas entre los contendientes. Luego de terminada la conflagración, el nuevo Estado se convirtió en un actor, antes participante activo en alianzas con otras potencias europeas, que quedó al margen de ellas al menos hasta la antesala de la Segunda Guerra Mundial.

Entre los impactos indirectos y más a largo plazo de la Revolución de Octubre no puede olvidarse su contribución decisiva a la derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial. Tampoco puede desconocerse que la URSS incidió, paradójicamente, en la salvación del capitalismo liberal, para el que se convirtió en un incentivo doble: a la recuperación en todos los frentes y al abandono temporal de la ortodoxia del libre mercado, en función de un proyecto de bienestar social general. En plena guerra fría, cuando los dos sistemas que -entonces sí- respaldaban el orden bipolar vigente pugnaban por mostrar su superioridad a toda costa, Occidente desconfiaba de la posibilidad de que el llamado socialismo real pudiera superar al capitalismo como sistema, pero la temía.

Un comentario final: el impacto y la significación de la Revolución de Octubre de 1917 en la historia política, social, económica y de las ideas resulta indiscutible. Como cualquier evento de esta singular magnitud, lo tiene por el conjunto de sus méritos, a contrapelo de sus críticos contumaces, y de sus errores, más allá de sus apologistas inveterados. Una vez más: la historia mundial del siglo XX no puede comprenderse sin la revolución rusa. De otro modo, el derrumbe del orden que generó en Europa no hubiera adquirido unas proporciones de cataclismo cuyas consecuencias aún se siguen experimentando.

Por Eduardo Pereda Gómez *, tomado de Bohemia.

*Doctor en Ciencias Históricas, Profesor Titular de la Universidad de La Habana.

Fuentes consultadas:

Obras Escogidas en tres tomos, de Vladimir Ilich Lenin. Los libros Historia del Siglo XX, de Eric Hobsbawm, y El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, de François Furet.

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